PEOR QUE PINOCHET

 

El régimen frenteamplista descansa en gran medida sobre la condena constante del Gobierno Militar. Pero todo lo malo que le achaca a este, aquel lo hace en mayor medida y con más nefastas consecuencias. Dice, por ejemplo, que no había libertad de expresión, pero la revista Análisis y otros pasquines carentes de objetividad circulaban sin control de ningún tipo, aun cuando había —y hay— excelentes razones para prohibirlos. Hoy por hoy, en cambio, la Dra. Luisa Cordero fue desaforada de la Cámara de Diputados por haber afirmado que la senadora Fabiola Campillái es capaz de ver, lo cual es de hecho cierto. Más recientemente, la Corte de Apelaciones de Santiago rechazó el recurso de protección interpuesto por el Capitán de Carabineros Claudio Crespo contra la senadora Campillái en virtud de que esta lo acusó públicamente de ser un «violador de derechos humanos». Esta no es una limitación de la libertad de expresión, pero sí una protección institucional de la calumnia. Llama la atención cómo el Poder Judicial está actuando explícitamente en defensa de la mentira y en contra de la verdad.

¿Y acaso los jueces que defenestraron a la Dra. Cordero y han amparado la calumnia contra el CAP Crespo integran el régimen frenteamplista? Podría decirse que, formalmente, no. Podría decirse esto si la institucionalidad chilena funcionare. Porque, aun cuando la Constitución legítima y vigente ha sido validada en plebiscito los años 1980 —con cientos de apoderados de izquierda en todo el país que sufrieron un feroz ataque de amnesia después—, 1989, 2022 y 2023, los políticos y magistrados no la respetan. La dejaron de respetar hace décadas, de hecho. En consecuencia, sí lo integran. Y vemos situaciones similares en otras latitudes (Venezuela y Brasil y EE.UU.) con la inhabilitación de candidatos presidenciales. Pero hay quienes viven en la fantasía de que la institucionalidad funciona a pesar de que sus normas no son observadas, mas este es un absurdo insostenible. La institucionalidad solo existe en cuanto que las normas son respetadas: basta con ignorar deliberadamente una sola para que la institucionalidad deje de operar. Y esto es precisamente lo que ocurre en nuestro país: las normas han sido desobedecidas a pesar de que están vigentes. Como consecuencia, la institucionalidad que separa al poder ejecutivo del judicial está difuminada: tal como todo el aparato estatal chileno. Hay quienes me rebaten cuando afirmo que aquí no hay imperio de la ley, pero yo no puedo alcanzar otra conclusión cuando veo que se arma escándalo sobre situaciones irrelevantes al tiempo que se ignoran verdaderos desastres que están destruyendo el corazón de nuestra sociedad.

Otro ejemplo son las inefables «violaciones de derechos humanos». El análisis crítico global de la montaña de antecedentes acumulada contra el Gobierno Militar conduce a la conclusión de que la única «violación» cometida por este fue impedir que los terroristas usurparan el poder y asesinaran a los ciudadanos. Siempre está el débil argumento de la «verdad judicial», pero este resulta insostenible a la luz de la crisis institucional que los magistrados desataron al no aplicar la ley: amnistía, prescripción, cosa juzgada, etc. El ala ejecutiva del régimen frenteamplista, por su parte, hace gala de violación institucional de los derechos humanos al amparar y no impedir que los terroristas de la CAM cometan fechorías y homicidios sin restricción en tres regiones del país. ¿Qué más da, pues, si son camaradas ideológicos? El diputado Johannes Kaiser se ha molestado inútilmente en denunciar esta situación en el Congreso, puesto que los frenteamplistas están orgullosos de hacer esto de lo que son acusados. Más aún, cuando se trata de verdaderos genocidas desalmados, como el matrimonio Honecker, la masa frenteamplista defiende y justifica todas las atrocidades al tiempo que hospedó a los homicidas y acogió la tesis del indulto por razones humanitarias, la cual rechazan rabiosamente en el caso de los héroes del 73.

El régimen frenteamplista también critica la política económica del Gobierno Militar. Mientras esta redujo la pobreza del país a niveles europeos, aquel la ha incrementado rápida y sustancialmente en un tiempo mínimo. La decisión de no aplicar la ley en las fronteras del país ha colaborado con el propósito de devolvernos a la miseria propia de nuestros vecinos sudamericanos. Aún recuerdo, por cierto, cuando los frenteamplistas encapuchados (popularmente conocidos como «antifa») salieron a apalear a los ancianos indefensos que se habían reunido a protestar en la Plaza Baquedano contra un proyecto de ley sobre inmigración por agosto o septiembre de 2019. Es cierto que tanto la pobreza cuanto la inmigración ilegal desatada son herencia del gobierno anterior: ese contubernio que armaron Bachelet y Piñera entre 2006 y 2022. Pero el régimen frenteamplista ha recibido con alegría esta herencia y no ha dado muestra de querer cambiar la situación. Por el contrario, se ha mostrado muy dispuesto a mantenerla y a profundizarla en la medida de sus posibilidades.

Este esmero en empeorar las condiciones de la vida nacional se repite en prácticamente todos los ámbitos. Por lo mismo, me parece entre ingenuo y bobo que haya quienes le exijan al régimen que haga algo para controlar el crimen, el narcotráfico, la inmigración, el terrorismo, la inflación, etc. Lo sensato, en cambio, es admitir que el régimen no tiene la intención de controlar estos problemas. Más aún, es probable que intente sacar provecho de ellos o que incluso pretenda estimularlos: pero no entraré en esta especulación porque no quiero hacer el esfuerzo de indagar los motivos, los medios y la oportunidad—todo lo cual tienen, sin duda.

La ciudadanía está dividida en cuanto a esta intención: hay quienes la celebran y quienes la condenan, aproximadamente un quinto de la población en cada caso. El resto yace en el medio, indeciso, apático, alternativamente inclinado hacia una u otra actitud. Este fenómeno resulta difícil de explicar, pero subyace a los resultados de los últimos plebiscitos y al respaldo del régimen. El sustrato de estas actitudes está determinado por la fe—o la falta de ella, en todo caso. Esto hace pleno sentido cuando notamos que cierto grupo se aferra a los fallos judiciales (si bien no a todos) como a dogmas infalibles, mientras que el otro asume que ellos son tan válidos como cualquier otro argumento y están sujetos a las mismas críticas.

Muchos de los problemas que enfrentamos hoy no requieren análisis profundos ni indagaciones a fondo, sino que una restauración de las condiciones en las que tales problemas no existían o estaban bajo control. Pero hay en el mundo moderno una tendencia degenerada de buscar soluciones con los ojos vendados, como si no tuviésemos un pasado al que mirar. Es esa misma obsesión por la innovación, como si ella significara una mejora en lugar de mero cambio. Creo que esta manía explica todo lo que es y lo que intenta ser el régimen frenteamplista: una búsqueda frenética e intencionalmente ciega de cualquier cosa que sea distinta de lo actual. ¿No fue este mismo ánimo el que ha impulsado el proceso constituyente, que nadie (salvo los promotores y ejecutores del Levantamiento Terrorista) había pedido? Y es esta misma condición, mutatis mutandis, la que resume por qué el régimen frenteamplista es peor, en todo sentido, que el Gobierno Militar.

 
 
Anterior
Anterior

NUESTRA RELACIÓN CON EL ESTADO: CLARIDAD PARA EL 2024

Siguiente
Siguiente

ENTRE MALDICIONES Y DESAFÍOS: UN ANÁLISIS CRÍTICO DEL PROCESO CONSTITUCIONAL