CE/BCE - CRONOLOGÍA ÑUÑOÍNA

 

Este es el tipo de nota que preferiría no tener que escribir, pero hace falta que lo haga. Fue hace ya 13 años cuando me comentaron por primera vez que algunas personas preferían marcar las fechas con las indicaciones «e. c.» (era común) o «a. e. c.» (antes de la era común) en lugar de las tradicionales d.C. (después de Cristo) y a.C. (antes de Cristo). ¿Qué clase de carencia nutricional te lleva a considerar que este cambio sea una buena idea? Esta podría ser una pregunta retórica, pero puedo aventurar que se trata de falta de cerdo en la dieta. ¿Qué clase de individuo, pues, intentaría borrar a Cristo de la historia? ... ¡Exacto!

Lo primero que se me viene a la mente es el famoso aforismo «si funciona bien, no lo arregles». ¿Quién en su sano juicio pretendería intervenir lo que no necesita cambios? Podría, digamos, citar 109 razones al azar para contradecir a quienes promueven este despropósito, pero una de las más inmediatas es la estética. ¿No habéis notado lo feo que luce «a. e. c.» al lado del elegante «a.C.»? Me dirán que, en inglés, hay mucha menos diferencia entre «BCE» y «BC», pero entonces de inmediato notaré que han debido añadir una letra tan innecesaria cuanto inarmónica. Además, el lector atento siempre tropezará al encontrar este acrónimo para contestarse por qué el autor escribió esa E después de «before Christ». Nonesense!

En un sentido más pedestre, resulta que «e. c.» se refiere a los mismos años que «d.C.» ¿Cuál es el presunto aporte de la nueva abreviación, entonces? Pues que resulta inclusiva para quienes no creen en la verdad revelada por Nuestro Señor, única que se sostiene más allá de cualquier criterio y de cualquier tiempo. Ah, bueno... Vamos a ser más inclusivos con los que se han resistido a recibir el don de la fe —que no es mera creencia ni sensibilidad, como afirma Holl-o-Wood— y con los que, no contentos con haber crucificado al Creador de cielos y tierra, ahora quieren someterlo a una damnatio memoriae.

El Señor no solamente Se encarnó —bendito sea— y tuvo una existencia histórica, sino que es la verdad en persona: quienes pretenden borrarlo de la cronología están incurriendo en una osadía inefable, por cierto, y demencial, puesto que se oponen a la verdad encarnada. Hace falta, sin duda, una desmesura infinitamente más grande que la de Edipo para pretender que uno tiene la capacidad de cuestionar al Creador. ¿Acaso no recordáis a Edipo espetándole a Tiresias que «yo, el ignorante Edipo, apenas llegué, hice callar al monstruo, valiéndome solamente de los recursos de mi ingenio»? ¿No hablan así también los ñuñoínos modernos, que pretenden imponer criterios universales sobre la base de su escasa experiencia? Seis millones de edipos no igualarían a uno de estos shúper, sin embargo.

Como los académicos están habituados a las dinámicas universitarias, que se asemejan más al mundo de la moda que a un presunto imperio de la razón (como tantos asumen erróneamente), han acogido sin mucho cuestionamiento el uso de estas abreviaciones inexactas y anticristianas. Varios de ellos promueven con entusiasmo, en realidad, la propuesta de desterrar a Nuestro Señor de la cuenta de los años. No les complace, en efecto, que Él sea el eje incuestionable de la historia humana. Pero incluso su mejor esfuerzo se ve frustrado por el hecho de que los años siguen siendo los mismos y el comienzo de la cuenta sigue coincidiendo con la gloriosa Encarnación del Logos. Más aún, la ambigüedad de los acrónimos utilizados facilita que sean resignificados como «era cristiana» y «antes de la era cristiana».

Cada vez que me encuentro con estos acrónimos apócrifos y anticristianos en algún artículo académico, decae mi confianza en el autor y en lo que explica, puesto que el uso de ellos revela su participación en una iniciativa que es, en el fondo, antilógica. Los científicos modernos ya han dado bastantes señales de esta tendencia al haber rechazado la metafísica y al suponer que la ciencia no forma parte de la filosofía. Y están sumando otra más al proponer que los años no sean contados de acuerdo con la Encarnación del Logos. ¿Puede haber algo más ilógico que negarse a reconocer al Logos en persona, pues? Muchos científicos afirman con afectada seguridad que la religión cristiana es incompatible con la ciencia, pero esto no hace más que revelar su ignorancia y exhibir su dogmatismo racionalista. No son científicos, sino traidores de la verdad.

El científico sabe que los modelos de la ciencia son perfectibles y, no obstante, todas las propuestas científicas deben adecuarse a ellos. ¿Qué tiene esto de contradictorio con el hecho de que la creación estudiada por las ciencias tenga un Creador? ¿Cuál es la incompatibilidad? Incluso si un modelo científico implica asumir que no existe un Creador o que alguna parte de la doctrina no sea verdadera, esto no invalida la verdad revelada de que Dios es uno en esencia y trino en personas, puesto que sabemos que el modelo es perfectible, mientras que Nuestro Señor es el ser infinitamente perfecto. El modelo debe ser mejorado: este es el sentido del quehacer científico mismo, de hecho. Porque, si no hay intención de perfeccionar los modelos propuestos, simplemente no hay ciencia. Y esto no disminuye en nada el ser ni el conocimiento de Nuestro Señor y de las verdades que tenemos sobre Él.

Es un deber, por lo tanto, oponerse a todas las iniciativas que, con un halo presuntamente científico o académico, pretendan quitarle espacio a la fe verdadera y al Señor de cielos y tierra: no podemos admitir que haya el más mínimo cuestionamiento sobre el dogma que enseña la Iglesia fundada y habitada por Nuestro Señor en persona. Antes bien, debemos dejar clarísimo que estas verdades eternas se encuentran por encima de cualquier moda teórica surgida en los círculos universitarios. Tenemos que hacer esto con la tranquilidad, por supuesto, de que esta guerra ya está ganada: Nuestro Señor ya venció a todos quienes Lo han negado y Lo van a negar, puesto que Él ya resucitó de entre los muertos. El enemigo y sus defensores pueden usar todas las burlas y ataques que quieran, pero no serán capaces jamás de desfacer la gloriosa Resurrección, que abrió para todos los mortales el camino de la vida eterna. No desfallezcamos, pues, y tampoco dejemos de defender la verdad: que Nuestro Señor es el centro de la historia y también el corazón de toda la creación.

Ave María Purísima

 
 
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