POR QUÉ VINIERON A CHILE

 

Todos los inmigrantes del último cuarto de siglo han venido a causa de las buenas condiciones de vida que teníamos en Chile. Esto desmiente, por supuesto, las supuestas condiciones indignas que habrían causado el Levantamiento Terrorista de 2019: cualquier chimpancé se da cuenta de que este evento no fue provocado por el malestar de las personas—no de las personas normales, al menos. Volviendo sobre nuestro asunto, sin embargo, hay algunos inmigrantes que no entienden que las condiciones de vida superiores que los atrajeron a nuestro país dependen de que ellos se comporten de manera civilizada. Más aún, el hecho de que ellos tengan un comportamiento salvaje hace que la calidad de vida disminuya. No porque se trate de ellos, sino porque el comportamiento incivilizado en general tiene este efecto sobre las sociedades. Esta clase de comportamiento es contrarrestado habitualmente con el orden público formal (la acción de Carabineros) e informal (la acción de ciudadanos probos), pero el respaldo que le dio la prensa al Levantamiento Terrorista inhibió ambas formas de orden público y ahora ni Carabineros ni los ciudadanos probos se hallan tan dispuestos como antes a corregir los comportamientos inadecuados. Esto no se trata solo de mala prensa, por supuesto: las fuerzas del mal han infiltrado las instituciones y esto ha traído como consecuencia que buena parte de Carabineros y ciudadanos probos sean castigados si hacen algo bueno. Efectivamente, proteger el orden público o resistir el terrorismo se ha vuelto un acto digno de condena institucional y también judicial.

Estas son las ideas que rondan mi cabeza cuando presencio situaciones que antes eran raras y ahora se han vuelto comunes. Ni siquiera estoy pensando en los homicidios, que se han vuelto el pan de cada día gracias al salvajismo caribeño que nuestros políticos quisieron importar con financiamiento de las Naciones Unidas. Una escena tan cotidiana como ir a comprar el pan se ha vuelto lugar de constante disgusto a causa de los salvajes repartidores que transitan con sus motos por la vereda o que no saben lo que es una línea de detención o que no son capaces de controlar su instinto y hacen avanzar su vehículo a pesar de que haya luz roja en el semáforo. Muchos han visto, además, las quejas absurdas de las caribeñas que se enfadan porque les piden licencia de conducir, porque les descuentan los días no trabajados o porque les exigen pagar el pasaje del transporte público. Resultaría una pérdida de tiempo explicarles que estas condiciones hicieron que Chile se convirtiera en el país al que ellas querían venir: lo que verdaderamente conviene hacer es corregirlas verbalmente y castigarlas físicamente para que adecuen su actitud a la forma civilizada que corresponde a una sociedad avanzada. Esto es lo que siempre hemos hecho con nuestros picantes locales y no hay una fórmula alternativa para los foráneos: tienen que ser enderezados por medio del castigo. Esto lo exige la salud de la sociedad: no es capricho de un sector reaccionario o adicto al orden—si bien resulta harto cuestionable que alguien no aspire al orden social. El inmigrante indecente no llega a comprender que sus malas costumbres le arruinarán el viaje. ¿Recuerdan al que estaba asombrado porque no había música en todos los hogares en la Nochebuena? Esto se debe a que lo civilizado es celebrar sin molestar a los vecinos. Acá siempre ha habido desubicados que celebran con bulla, pero esto no significa que estén justificados: ¡deben ser corregidos!

Hace quince años, Chile tenía niveles de pobreza comparables con los de Europa, la mejor educación de Hispanoamérica y también la mejor salud y el mejor sistema de pensiones: era el mejor país de la región en términos materiales con una enorme diferencia con respecto de los demás. Esta es la razón por la cual empezaron a llegar los peruvianos a fines de los noventa y todos los demás después de ellos. Ahora tenemos una tasa de homicidios comparable con la de EEUU y nuestra economía se alineó con el desempeño mediocre de los países de la región. Todo esto es más culpa del Estado que de los inmigrantes, por cierto: es el Estado el que castiga a Carabineros o ciudadanos probos cuando abaten algún criminal y es el Estado el que ha creado las condiciones para que el desempeño económico nacional decaiga. El panorama actual ha sido, de hecho, cuidadosamente configurado por los políticos que se hicieron cargo del país desde 1990, cuando el Gobierno Militar tuvo el desatino de entregarles el poder. Ellos aumentaron los impuestos, complicaron la legislación laboral, aplicaron reformas tanto innecesarias cuanto dañinas en el sistema educacional, en el sistema judicial y en el sistema de pensiones. Todo lo que funcionaba bien lo arruinaron. Pero esto no se hizo evidente hasta ahora, cuando esos cambios parecen lejanos y tan inocuos como al día siguiente de haber sido implementados—salvo por el Transantiago, naturalmente. El Señor nos benefició con una década especialmente próspera y tranquila durante los noventa —salvo por Antofagasta, que sufrió un terremoto y también un aluvión—; pero no nos valió de mucho, en efecto: Le dimos la espalda, como de costumbre, y nos refocilamos en la prosperidad material que inmerecidamente recibimos. Mientras tanto, observamos impasibles cómo hombres no solamente inocentes, sino de carácter verdaderamente heroico, eran encarcelados y humillados en público después de que nos rescataron de las garras del marxismo y del fuego de los terroristas. Este solo hecho basta para concluir que el régimen político de este país carece por completo de legitimidad y que es un deber irrenunciable el derrumbarlo cuanto antes. La falta de imperio de la ley que vemos hoy en día no es más que el reflejo de esta situación vergonzosa. Pero no tendremos el beneficio de que nuestra situación sea corregida si no nos convertimos, si no nos volvemos hacia el Señor, si no Le pedimos que nos sane. Hay quienes creen que la solución es política: estos son los más equivocados. La solución de nuestro problema no es política porque nuestro problema no es político: el conflicto que estamos padeciendo es espiritual y de nada valdrá ninguna clase de esfuerzo si no ponemos la voluntad del Señor por delante de la nuestra. Hay muchos extraviados que creen que el asunto se resuelve con elecciones o con debates o incluso con conflictos civiles, pero ninguna de estas rutas conduce hacia la victoria si primero no hemos rendido —por completo y sin condiciones— nuestra voluntad a la del Señor. Los ilusos confían en Milei o en Trump o en Bukele. No se dan cuenta de que, si todos confiesan la fe católica, no nos hará falta ninguno de estos. Pero la fe no se consigue por medio de elecciones o debates o conflictos, sino que es un don de Dios y lo mejor que podemos hacer para expandirla es profundizar nuestra propia vida espiritual, nuestra propia devoción. ¿Por qué el Señor va a escuchar más al que vocifera en la calle que al que asiste devotamente al santo sacrificio de la misa? ¿Acaso no saben que una sola misa Le da más gloria a Dios que las alabanzas de todos los santos durante toda la eternidad? ¿De qué vale una marcha si no hemos rendido nuestra voluntad a la de Él? Por supuesto que vale la pena ofrecer nuestros esfuerzos y trabajos al Señor, pero no hay que perder de vista que lo más importante es lo espiritual y solo después viene lo material; así como también el mandamiento que resume a todos los demás es amar a Dios por sobre todas las cosas y solo después de este viene el de amar al prójimo como a uno mismo. Porque no hay mérito ni beneficio en hacer cosa alguna si no tenemos caridad, es decir, si no nos encontramos en estado de gracia. No por esto se ha de dejar de rezar y de hacer la voluntad de Dios en todo, claro, pero tenemos que recibir el bautismo y la absolución para que nuestros esfuerzos brillen con su verdadera luz y para que nos acerquemos a nuestra verdadera identidad, esa que quiso imprimir el Creador en cada uno de nosotros.

Aun cuando no atribuyo la decadencia actual tanto a la inmigración cuanto a la actuación de los políticos y jueces locales, considero notable que esta decadencia no se haya notado con la llegada de los peruvianos, quienes son mucho más devotos que los chilenos, sino recién con la venida de los caribeños. Estos también son más devotos que nosotros —¡cómo no nos van a ganar si no tenemos corazón?—, pero no tanto más y han servido, pues, como instrumento del Señor para castigar nuestra indiferencia hacia Él.

Para recuperar Chile, pues, tenemos que empezar por un examen de conciencia. Resulta habitual que el orgullo nos impida conocer el arrepentimiento —¡cuántos años no padecí yo mismo este mal!—, así que debemos recurrir con frecuencia a la oración para pedir el arrepentimiento, recitando sobre todo el primer misterio doloroso del Santo Rosario, en el que meditamos sobre la agonía de Nuestro Señor en el Jardín de Getsemaní. Cualquier esfuerzo que se dirija por otro camino o que privilegie otros ideales está justamente destinado al fracaso.

Ave María Purísima

 
 
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