PTU: LA NUEVA PRUEBA DE “APTITUD” ACADÉMICA

 

La nota(1) de Roberto Gálvez sobre la nueva prueba para acceder a la universidad parte destacando que esta prueba privilegiará las competencias por encima de la memoria. Este planteamiento dicotómico no solamente se debe a la forma en que el periodismo entiende los procesos educacionales, sino que se refleja en las propias aulas con profesores que pretenden evaluar de manera parcelada lo que en realidad integra un mismo fenómeno. Naturalmente, se puede focalizar la evaluación sobre las habilidades como resultado de la memorización, pero no en lugar de la memorización: este sinsentido solo puede ser planteado si ignoramos deliberadamente el hecho de que todo aprendizaje exige memorización. Una mente sin herramientas integradas (memorizadas), por cierto, no tiene la verdadera capacidad de pensar: puede resolver problemas inmediatos si le ponen los métodos a la mano y es capaz de entender rápidamente cómo aplicarlos, pero no podrá reflexionar sobre estos ni menos aún innovar. Hay que tener claro, pues, que las competencias no son una alternativa a la memorización, sino una consecuencia de ella: no se alcanzan aquellas sin la utilización metódica y exhaustiva de esta. Creo no ser el único que ha escuchado que «no hace falta» memorizar contenidos almacenados generosamente en enciclopedias y sitios web, puesto que podemos acceder a ellos apenas lo necesitemos, pero hay al menos dos problemas con este razonamiento: 1) resulta difícil que alguien se dé cuenta de que necesita un conocimiento si no ha accedido a él previamente y 2) la comprensión integral de los fenómenos (y del mundo) exige el conocimiento más exhaustivo posible: no uno o dos ejemplos, sino la aplicación y memorización de escenarios numerosos y diversos. Este criterio, de hecho, es compartido por la directora del DEMRE: «Las nuevas pruebas evaluarán competencias, es decir, tanto el saber, como el saber hacer».

Otro asunto destacado por el autor de la nota es la diferencia de puntajes entre colegios. Hay una obsesión entre los investigadores educacionales sobre la relación entre rendimiento académico y situación económica. Resulta obvio que esta obsesión se debe no a que exista una causalidad entre estos fenómenos, sino a que los investigadores han decidido que guardan una relación. Sabemos que, al menos en cuanto al conocimiento matemático, «10% de las diferencias de puntaje se encuentran distribuidos a nivel de comunas, provincias y regiones, otro 20% corresponde a diferencias entre los colegios, y el 70% restante corresponde a diferencias de rendimiento que se observan dentro de la sala de clases»(3). El prejuicio de los investigadores, no obstante, les impide ver los datos con objetividad y los conduce a alcanzar conclusiones que tienen decididas de antemano en lugar de examinar la información con criterio científico. Como este asunto se halla politizado —porque no es político—, resulta difícil que alguien lo aborde con imparcialidad y, si lo hace, que logre publicar los resultados de su indagación.

Los expertos consultados por Gálvez coinciden sobre la importancia de mejorar el sistema de admisión a la universidad: me gusta, sobre todo, la propuesta de Ana Durán (decana de educación en la Universidad San Sebastián) sobre la aplicación de sistemas de admisión propios de cada institución. Comparto también su apreciación de que la nueva prueba retorna a los criterios de la antigua Prueba de Aptitud Académica (PAA), que fue el sistema centralizado de admisión más estable en la historia del país, puesto que duró desde los sesenta hasta principios del siglo 20mo. Ciertamente, el bachillerato de humanidades se extendió durante todo el siglo anterior; pero no fue tan estable como la PAA en cuanto a su método de aplicación y a los contenidos que abarcaba, sino que estuvo sometido a cambios frecuentes.

Por otra parte, no comparto las preocupaciones de los expertos con respecto a reducir brechas —inexistentes o irrelevantes, en mi opinión—, a adecuar las pruebas a gusto del consumidor, a hacerlas libres de azúcar o de colesterol, etc. Me parece mucho más preocupante, en cambio, el alto índice de analfabetismo funcional entre los alumnos que acceden al pregrado. El problema es universal, no solo local, y se extiende a todas las áreas del saber. Varios profesores y departamentos universitarios han abordado el problema de una entre dos formas: 1) con manuales de redacción o 2) con asignaturas de lengua. Pero ¿es pertinente que un alumno de medicina se inscriba en un curso de gramática? ¿Resulta apropiado que cualquier alumno de pregrado lo haga (salvo por los que han de estudiar filología o lingüística)? De hecho, ¿qué tan sensato resulta que intentemos enseñar en un semestre lo que el alumno no solamente no aprendió en doce años de instrucción escolar, sino que debería dominar perfectamente antes de haber accedido a cualquier programa académico? Como he señalado en otros lugares, el mayor problema que nuestra sociedad —y hasta nuestra civilización— enfrenta hoy es el analfabetismo funcional: veo en él tanto la incomprensión de los procesos y resultados científicos cuanto la incompetencia de los investigadores en la formulación de definiciones e interpretaciones sensatas, tanto la dificultad para entender las condiciones de normas y contratos (o instrucciones) cuanto la incapacidad de explicarlas con sencillez, tanto las limitaciones para entender apropiadamente lo que escuchamos cuanto aquellas para formular lo que pensamos. Se trata, pues, de habilidades básicas que obstruyen no solo el progreso, sino la propia supervivencia de una sociedad avanzada. Ya he expresado(3) mi convicción de que Occidente no colapsará; pero perdurará a duras penas si la población no retorna a la sensatez, esto es, si no recupera su fe (católica), su educación (el Trivium) y su cultura (occidental).

¿Qué hacer, pues? En mi opinión, ninguna persona sensata debería ingresar en la universidad hoy en día: la ideologización extrema y la apología de regímenes terroristas en prácticamente cada facultad del país (y de Occidente) desaconsejan por completo este camino. Existen tantos otros, por lo demás: están los centros de formación técnica y los institutos profesionales, los oficios que se aprenden fuera de ellos (ojalá con maestros expertos), los sumamente necesarios quehaceres domésticos, las escuelas matrices de las fuerzas armadas (donde se obtienen títulos profesionales), las instituciones de orden y seguridad —las de gendarmería y Carabineros y policía y defensa civil—, los seminarios y monasterios y conventos, etc. Todavía más: como profesor, no recomiendo que ningún niño o adolescente sea enviado al colegio. Lo hago no solo porque el adoctrinamiento igualmente ha invadido estas instituciones, sino también porque está demostrado que los niños no tienen garantizada la habilidad mínima si asisten a ellos: una alfabetización funcional. Si el colegio no sirve para esto, entonces no sirve para nada: deviene guardería y poco más. De hecho, se trata de una guardería bastante cara en el caso de los colegios particulares. ¿Qué sentido tiene malgastar doce años de largas jornadas y onerosas mensualidades si, al conseguir la licencia, el muchacho no será capaz de expresarse con propiedad o de entender cualquier texto que lea y cualquier discurso que escuche? ¿Cuál es la seriedad de un sistema educacional que no dota a los alumnos con las competencias más básicas que necesita una persona para interactuar con las demás? ¿Vale la pena tanto esfuerzo y tanto dinero?

No nos serviría, por cierto, retornar al bachillerato de humanidades: les aseguro que, para cuando comenzó a aplicarse, el sistema estaba en decadencia, porque ya en ese entonces se había abandonado el Trivium y había, en cambio, un elenco de asignaturas que competían entre sí por un lugar en el currículum y en la prueba de admisión. Resulta fácil aventurar que los alumnos de entonces estaban mejor alfabetizados, puesto que aún estudiaban bastante gramática; pero un sistema que permite la competencia en igualdad de condiciones entre las habilidades elementales y los contenidos complejos no solamente corre un alto riesgo estadístico de producir resultados insuficientes, sino que ha destruido la garantía de que las competencias básicas serán enseñadas antes de que el alumno acceda a aprendizajes complejos y elaborados. Estas herramientas elementales son las del Trivium: gramática, lógica y retórica. Ellas aseguran que el alumno sabrá leer y escribir bien antes de que sea dirigido al aprendizaje de ciencias tan elevadas como la historia, las ciencias, la economía, la música, las matemáticas o la filosofía. Más aún, hasta para cocinar y para barrer hace falta que uno entienda y se exprese con propiedad.

La nueva PAA, en fin, no ayudará a resolver el problema crucial del analfabetismo funcional, puesto que este no se debe al examen de admisión a la universidad, sino al hecho de que el currículum no respeta la jerarquía básica de los saberes: hay que haber aprendido a leer y escribir antes de acceder a conocimientos más complejos. Por supuesto, no tengo ni la más mínima esperanza de que siquiera una gota de sensatez vaya a cruzar, aunque sea en un sueño, la mente del más ínfimo funcionario del Ministerio de Educación: ni en un millón de años. Lo que yo recomiendo, pues, es ignorar todo este esquema o tomar de él solo lo absolutamente necesario: no matricular a los hijos en el colegio y no entrar en una carrera universitaria, enseñar lo básico (el Trivium) en casa y considerar instituciones serias (como las que mencioné arriba) si acaso existe la vocación. Ciertamente, la PAA es necesaria para acceder a algunas de ellas, pero toda burocracia es domeñable: especialmente cuando tenemos superado el obstáculo del analfabetismo funcional.

 
 

Notas a pie de página

  1. https://www.latercera.com/nacional/noticia/fin-a-contenidos-memorizados-nueva-prueba-de-admision-a-ues-se-enfocara-en-competencias-y-tendra-examen-electivo-de-matematica/RPBTXP6UDFBFTP3DUEYZMRWZOE/

  2. María José Ramírez, «¿Dónde está la brecha?», El Mercurio, 29-06-2003, E-12.

  3. «Occidente ya se derrumbó». http://critica.cl/reflexion/occidente-ya-se-derrumbo-parte-i

Anterior
Anterior

EL LENGUAJE INCLUSIVO: UNA NUEVA FORMA DE ARRIBISMO

Siguiente
Siguiente

EL TALANTE ANTISOCIAL DE LA IZQUIERDA