RESEÑA CRÍTICA “SOBRE EL PODER”, DE BERTRAND DE JOUVENEL

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Vivimos en una época en la que se nos dice que “debemos cuestionarlo todo”, pero curiosamente pocas personas se atreven a cuestionar el dogma del “progreso social y moral”. Es cierto que nuestra esperanza de vida ha aumentado, que la mortalidad infantil ha disminuido, que la pobreza se está erradicando, que los niveles de violencia han bajado y que nuestra riqueza ha aumentado. Estas cosas suelen ser adjudicadas a la democracia, el avance de las libertades y la erradicación del fundamentalismo religioso. Las revoluciones nos garantizaron derechos. Derrocada la monarquía se eliminaron los privilegios. Ése es el relato que “predomina”.

Sin embargo, esta visión es contrastada por los trabajos del filósofo Hans-Hermann Hoppe, y por una de las personas que más cita en sus escritos, Bertrand de Jouvenel. Una dimensión es el progreso tecnológico, y otra muy distinta, el progreso en materia de “valores sociales”. Al leer el libro Sobre El poder, Historia de su Crecimiento (1945) encontramos tesis sorprendentes como que la revolución francesa, la rusa, y todas aquellas que pretendieron luchar contra la opresión de las personas no nos trajeron más libertad, sino que siempre sirvieron para fortalecer al poder. Bajo el lema del “poder al pueblo” han devenido más restricciones y pérdida de libertades que la monarquía jamás imaginó.

Los primeros religiosos se opusieron a la expansión de las herramientas del Estado.

Es importante notar que la época en la que escribe el autor fue en plena Segunda Guerra Mundial, brutal consecuencia del ascenso del nazismo y el comunismo, por lo que su visión es un fiel reflejo del auge del totalitarismo del siglo XX.

Tras terminar este escrito el lector probablemente se topará con más dudas que respuestas, pues Jouvenel critica también a muchos entusiastas liberales, quienes según su visión posan de ingenuos creyendo que se puede mantener un orden social ignorando el rol de la moral, dejando de lado tradiciones y creencias. Nuestro autor se apoya, fundamentalmente, en los trabajos de Montesquieu, Aristóteles, Alexis de Tocqueville, entre otros intelectuales anarquistas como Proudhon, cuyas advertencias no fueron lo suficientemente escuchadas. Sin duda un texto muy recomendado del cual extraeremos sus tesis más controvertidas.

 
 
 

Sobre las revoluciones

Jouvenel entiende el poder como aquel que se ejerce desde la autoridad estatal monopólica, y su crecimiento como su centralización y predominio de un pequeño grupo de personas por sobre los individuos para dictar formas de comportamiento, coactivamente. Empecemos por presentar un mundo donde no hay conscripción obligatoria en el ejército, ni impuestos, ni más que unas pocas leyes cuyas disputas solían arreglarse por medio de tribunales financiados de forma privada. Esto sería una verdadera utopía para cualquier libertario contemporáneo que apenas puede soñar con prescindir de los tribunales como una obvia función del Estado. Tal era la situación en buena parte de la Edad Media.

Apunta Jouvenel:

“El rey dispone de los contingentes que le aportan sus vasallos, pero que sólo le deben el servicio durante cuarenta días. Sobre el terreno encuentra milicias locales, pero de escaso valor y que le siguen apenas durante dos o tres días de marcha […] No se admite en absoluto que pueda imponer tributo, y su gran recurso consistía en obtener, siempre que la Iglesia aprobara una expedición, que ésta contribuyera, durante algunos años, con la décima parte de sus rentas. Incluso con esta ayuda y todavía a finales del siglo XIII, la «cruzada de Aragón», que duró ciento cincuenta y tres días, aparecerá como una empresa monstruosa y endeudará durante largo tiempo a la monarquía. Así, pues, la guerra es muy pequeña, porque el Poder es pequeño y porque no dispone de esas dos palancas esenciales que son el servicio militar y el derecho de gravar con impuestos.” (p.28)

Esta situación empezó a cambiar producto de la guerra. Los monarcas, presionados por la necesidad de recursos, buscaron a menudo hacerlos crecer imponiendo tributos, las más veces con excusas de necesidad pasajera. Lo anterior generó una respuesta inmediata por parte de la población, que se desplegó indignada contra semejante abuso, derrocando a los reyes y sus súbditos. Extraña paradoja que, tras este alzamiento, tanto los impuestos como la conscripción militar no solo no hayan acabado, sino que se hayan asentado como algo permanente. Así pues, la historia nos enseña que la instalación de los impuestos no fue obra de la monarquía, sino de su derrocamiento.

Esta tendencia de derrocamiento-crecimiento del poder es observable en otros períodos de la historia. Jouvenel recorre la revolución francesa y la revolución inglesa, mostrándonos de qué forma las cabezas son removidas, sin remover todo el aparato ni la lógica de mando que hay detrás, lo que en definitiva expande el dominio de unos sobre otros con diversas justificaciones, tales como la “soberanía nacional” o la “voluntad popular”. Cuestión curiosa pues la historia oficial nos suele decir que las revoluciones exitosas a menudo eran empresas de “liberación” de los “oprimidos”: tal visión constituye un error. En particular, se suele reivindicar a la revolución francesa como aquella que consagró los derechos individuales, cosa que discute Jouvenel, pues en su visión constituyó el principio de la concepción nacionalista que llevó a Napoleón al poder, de la guerra contra Prusia, del fin de la autonomía de las provincias, y de otras pérdidas importantes para la libertad. ¿Cómo puede haber garantía de los juicios procesales si se le entrega al poder la facultad de presionar los resultados de los litigios?

Agrega Jouvenel:

“La suerte de los derechos individuales durante la conmoción que se inició en 1789 ofrece una prueba sorprendente de que, al margen de las palabras, la Revolución sirvió al Poder, no a la libertad. Jamás se ha proclamado de forma más brillante —y sin duda más sincera— la intención de reconocer en el hombre en cuanto tal unos derechos sagrados. Tal es la gran idea de los Constituyentes, su título de gloria. Y, como ellos, los miembros de la Asamblea Legislativa y los de la Convención, los termidorianos, todos, hasta el mismo Bonaparte, pretendieron consagrar y garantizar estos derechos. Sin embargo, obedeciendo menos a las ideas que proclamaba que al desconocido principio que la impulsaba, la Revolución aplastó los derechos que pretendía exaltar, despojó efectivamente al ciudadano de toda sólida garantía contra el Poder, al que legó una autoridad sin límites.” (p. 198)

La revolución rusa es otro ejemplo donde más allá de las declaradas intenciones libertarias de sus patrocinantes, como Marx y Engels, terminaron por generar la mayor máquina de opresión jamás concebida hasta ese entonces, en la medida que Lenin decidió utilizar el aparato coactivo que tuvo en sus manos para librar la batalla contra el enemigo burgués.

 
 
 

Los contrapoderes sociales

Volviendo a las primeras sociedades, se abre la pregunta de cómo fue posible semejante orden social libertario, carente casi por completo de regulaciones y con tribunales privados, lo que en la actualidad sería pintado como un desorden caótico, cuando la realidad es que no lo fue durante muchos años. La respuesta son las tradiciones y costumbres, que establecieron durante varias décadas los límites naturales que el poder podía llegar a tener.

“Apenas concebimos que pueda mantenerse una sociedad en la que cada individuo sea juez y dueño de sus actos, y nuestra primera reacción es que allí donde no existe un Poder que dicte los comportamientos tiene que reinar el más espantoso desorden. La Roma patricia demuestra lo contrario. Ella nos ofrece el espectáculo de una gravedad y de una decencia que sólo se debilitaron al cabo de muchos siglos, mientras que el desorden se fue imponiendo al tiempo que proliferaban las reglamentaciones. ¿A qué se debe el que la autonomía de las voluntades no produjera lo que nos parece ser su fruto natural? La respuesta se condensa en tres palabras: responsabilidad, formas, costumbres.” (p. 271)

Los alcances del poder son los alcances de la obediencia que puede generar. De esta forma se explica el rol de las tradiciones como contención, pues los gobernantes, si bien se aliaron a las formas del pueblo, lo hicieron pues no les quedó alternativa, y en la medida que pudieron acabar con estos diques, no dudaron en hacerlo. Esta visión contrasta fuertemente con la idea que se tiene de esta “época oscura”, donde la religión mandaba y la monarquía absolutista podía hacer y deshacer. La realidad es que los religiosos de ese entonces, como Tomás de Aquino o San Agustín, vieron al poder como un mal que debía ser controlado, y a menudo se opusieron a las arbitrariedades de los reyes.

Una de las formas en que el poder encontró justificación para crecer fue la guerra; otra de ellas fue la lucha contra las demás jerarquías sociales presentes en la sociedad. Según Jouvenel, el poder avanza en la medida que puede atomizar a los individuos, despojarlos de otros contrapoderes que le hacen competencia en el dominio de las personas.

¿Cómo es posible este avance ininterrumpido del poder?, ¿acaso los individuos no lo ven? Una de las respuestas que entrega el libro es que las personas, sometidas a diversas presiones sociales, pueden poseer una mayor sensibilidad o aversión hacia la obediencia de uno de los contrapoderes, y encuentran en el Estado un aliado natural para el derrocamiento de esas otras opresiones que los aquejarían, sin ver que el resultado final es simplemente un cambio de dueño.

“Vemos ante todo que si, en la sociedad, existen diversas autoridades que rigen la conducta de los grupos, grandes o pequeños, éstas se encuentran por necesidad en conflicto con el Poder en cuanto pretende regir la conducta de todos y cada uno: puesto que las prerrogativas de esas autoridades constituyen un obstáculo a las del Estado, éste trata de quebrantarlas. Por el contrario, quienes soportan el dominio de estos príncipes sociales no lamentan el avance del Estado, puesto que no pierden su libertad; a lo sumo, una imposición viene a sustituir a otra.” (p. 142)

Este punto es crucial pues nos permite ver desde un prisma distinto las contiendas sociales de la actualidad, pues ¿qué es la lucha contra el “patriarcado” sino una lucha contra un contrapoder social −la estructura familiar−, cuya culminación es la concentración de la educación y del poder en manos del Estado? Las políticas de género no han hecho más independiente a la mujer, sino más dependiente de los subsidios. ¿Qué es la lucha por un “Estado laico” sino un laicismo agresivo que busca despojar a los individuos de creencias opuestas a las oficiales dictadas por el Estado?

 
 
 

Las advertencias de Jouvenel

Hemos visto que las tradiciones son un vehículo importante para un orden social libertario, pues la heterogeneidad social reduce los potenciales roces entre distintos estilos de vida, volviendo innecesaria la labor reguladora. Con esto en mente cabe preguntarnos ¿por qué entonces vemos libertarios apoyando el multiculturalismo? La utopía de vivir todos juntos con grandes diferencias sin fricciones sociales importantes no es más que una ilusión, que ha terminado por crear más problemas de los que soluciona. Por el contrario, si quisiéramos una “diversidad” real deberíamos defender la capacidad de cada pueblo y comunidad para definir sus propias formas de organización y poder preservarlas.

Por otra parte, solemos pensar en la separación de los poderes del Estado y en las garantías que nos entrega la Constitución como una defensa frente a las arbitrariedades del poder, pero hace falta que expandamos esta visión. Las tradiciones y costumbres son también una limitación y una garantía de la que disponemos, abandonarlas en nombre de “los nuevos tiempos” u otras falacias progresistas es un error de cálculo que la historia nos demuestra que ha resultado mal. No solo existen el Estado y los individuos, la sociedad se compone de cuerpos intermedios, cuya preservación y roles son claves para el ordenamiento de la sociedad, de la paz social.

Señala nuestro autor:

“Pues hay que convenir, sea cual fuere la simpatía que sintamos por las ideas individualistas, que no se puede condenar a los regímenes totalitarios sin condenar con ellos la metafísica destructora que hizo inevitable su implantación. Ésta sólo quiso ver en la sociedad al Estado y al individuo. Desconoció el papel que desempeñan las autoridades morales y de todos aquellos poderes sociales intermedios que encuadran, protegen y dirigen al hombre, evitando e impidiendo la intervención del Poder. No previó que la destrucción de todas estas barreras y de todos estos baluartes desencadenaría el desorden de los intereses egoístas y de las pasiones ciegas, hasta el fatal y nefasto advenimiento de la tiranía.” (p. 318)

Para terminar, tiene razón Hoppe cuando dice que uno no puede evitar sentirse nostálgico al ver la historia desde un punto de vista libertario, pareciera que hemos ido consolidando el poder creyendo combatir contra él. ¿Habrá alguna esperanza de poder revertir esta tendencia en el futuro?, ¿estaremos encaminados irremediablemente hacia un gobierno mundial? Dependerá si aprendemos estas enseñanzas históricas, o seguiremos siendo presa del progresismo de cada época.

 
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