CARABINEROS Y LA CRISIS DE AUTORIDAD

 

La lista de mártires de Carabineros sigue, lamentablemente, aumentando mes tras mes. Lo mismo con aquellos que resultan gravemente heridos en el cumplimiento del deber. Abundan los lamentos de las autoridades (del poder civil y policial), las vanas amenazas de persecución del delito y de interposición de querellas institucionales. Es que, ¿quién no querría mejorar su imagen política, apoyando «rotundamente» a una de las instituciones mejor evaluadas del país a día de hoy?

Sin embargo, al recordar uno de los períodos más negros en la historia de Chile republicano —la insurrección octubrista— nos encontramos con que esa misma institución, para noviembre de 2019, era por lejos la peor evaluada. Incluso, un sector importante de la población creía ciegamente que los efectivos policiales “incitaban a la violencia”. Ninguna figura del «establishment» quería verse asociado a ellos. Resonaban los tambores de la refundación de Carabineros: autoridad de mando civil democráticamente elegida, paridad de «género y diversidades», escalafón único, formación en género y DDHH, entre muchas otras insensateces proponían los sociólogos y otros “expertos” como la gran solución al supuesto problema de legitimidad operativa de la institución.

Ahora bien, ¿qué hizo de extraordinario la policía uniformada para superar la aparente crisis?

Paradójicamente, solo continuó realizando su trabajo en la forma en que podían, con los recursos con que contaban —todo ello a pesar de las masivas solicitudes de baja y retiro de sus integrantes, la falta de contingente policial, el proceso de reforma en curso a la institución, la falta de respaldo de los altos mandos respecto de quienes enfrentaron (y aun enfrentan) procesos penales en su contra, del (a menudo hostil) escrutinio del INDH y de ONG de DDHH, así como las causas por fraude y asociación ilícita que se llevan en contra de mandos medios, altos y ex funcionarios civiles—. Puede discutirse si su labor fue suficiente o insuficiente en el control del orden público y el resguardo de las personas, pero sin duda, la legitimidad no es en banda y el mérito debe atribuírsele a los funcionarios anónimos, en sus labores del día a día. 

Sobre el fenómeno de la «desconfianza» hacia la policía, se puede llegar a comprender una cuota sensata de esta frente a los funcionarios estatales (especialmente respecto de quienes portan sobre sí el «monopolio de la fuerza legítima del Estado»), pero la evidente manipulación de la opinión pública en el tiempo octubrista había llegado a un nivel tal que era, francamente, insostenible. Nuestra tradición sociocultural es distinta a la liberal anglosajona (como es el caso de Estados Unidos, donde resulta común que el ciudadano grabe las interacciones policiales, desafíe sus instrucciones, cuestionando su legalidad y tutelando activamente sus derechos frente al funcionario [desafío del que algunos incluso hacen activismo: los llamados “Auditores de la Primera Enmienda”], y que surge en respuesta a las amplias facultades discrecionales que la ley y los tribunales otorgan al actuar policial); no obstante, acá no es propio asociar al policía como un representante ideológico del poder coactivo del Estado (como sería la visión dialéctica “Estado v/s ciudadano” esperable de un anarquista [en su más amplio espectro], un libertario o libertarista, un izquierdista posmoderno, o incluso, de un «democristiano» como el sociólogo Rodolfo Fortunatti[1]), sino, muy por el contrario, se le considera un representante de la seguridad y del orden público; miembro de una institución que, aun siendo dependiente del Gobierno a través del ministerio respectivo —y legalmente, parte de la Administración del Estado—, no se identifica políticamente con este, y cuya labor trasciende al poder de turno. En un país en que las tasas de criminalidad han aumentado de forma muy marcada en los últimos diez años, sumado a la importación de delincuentes extranjeros (y sus modus operandi) en el deficiente control fronterizo, y ante las promesas electorales incumplidas del tipo “delincuentes, se les acabó la fiesta”, era cuestión de tiempo que se recobrase el sentido, al menos, en esta materia.

Incluso, cabe decir que, si nuestra tradición fuese del todo distinta, las características del fenómeno delictual en Chile: su estructura, poder de fuego, control territorial y visión de mundo (ya sean organizaciones del crimen organizado dedicadas al tráfico de personas y especies ilícitas, tanto nacionales, como internacionales [véase Tren de Aragua, el Cartel de Jalisco Nueva Generación, entre otras], organizaciones etnoterroristas como las Organizaciones de Resistencia Territorial (ORT) de Wallmapu [articulaciones armadas de otras organizaciones fachada como, por ejemplo, la Coordinadora Arauco Malleco], así como organizaciones insurreccionales en connivencia con parte del poder político), constituyen no solamente una amenaza a la paz social y a los derechos de las potenciales víctimas, sino también una amenaza directa a la soberanía estatal, a su propia existencia, lo que le dota de caracteres más propios de una guerra irregular entre dos beligerantes (uno sujeto a reglas de uso de fuerza, el otro no) que del control y reclusión de antisociales comunes, de forma tal que la sola pasividad/neutralidad ante el tema resultaría reprochable socialmente. Como señala Weber, que el Estado reclame para sí el monopolio del uso legítimo de la fuerza implica que, además, detenta el monopolio de determinar quién ejerce esa fuerza de manera ilegítima, de forma que si no controla a aquellos, corre el riesgo de perder su soberanía y ser un Estado no funcional.

Como no existe unidad de decisión y de acción entre las policías y las autoridades del poder civil (ambas parte del Estado), las fuerzas del Estado se anulan entre sí, o como dice el refrán: “rema cada uno por su lado, por eso no avanzan”.

En toda guerra hay siempre dos bandos: es prácticamente imposible permanecer y actuar de forma neutral. Lo bueno, es que cada vez se aclaran más las posiciones, y queda claro que parte importante de la ciudadanía ya tomó una.         

 
 
Anterior
Anterior

LAS CLITO: UNA VERGÜENZA PARA EL EMPODERAMIENTO FEMENINO

Siguiente
Siguiente

LA SOBERANÍA POPULAR NO ES INVIOLABLE